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| Admonición menospreciada |
Visiones políticamente incorrectas. Dualidad-oposición entre lo que dicen y lo que piensan y/o sienten. Lo pesado, físico, evidenciado en lo metálico -bronce, hierro, cobre, grafito- opuesto y a la vez imbricado con lo transparente, en parte adaptable por razonable: vidrio.
Explotado o terso, líquido -a la manera de Bauman- que genera la angustia lacaniana o simplemente liso, bobo. Dicotomía entre el trasfondo de la persona, la claridad interna de su ser y lo expresado. O viceversa. En algunos casos resulta lo mismo, un espejo con matices. En otros la historia teje una suerte de torbellino interno, inconsciente en parte, que se trasluce en la angustia del gesto, evidencia del desdoblamiento, de la pelea interna acerca de qué dejar salir.
Es que el precio de la libertad es la vigilancia. No a la manera del panóptico de Foucault. Sino de uno mismo. De lo que escucha, ve, piensa, concibe, dice. Publicidades que obedecen al marketing y se hacen carne, como un eco ambiental. ¿Desobedecer el mandato (desoír los hábitos)? ¿Cuál? ¿El interno, el propio, el creado por sí mismo? O el otro, el impuesto, externo, el familiar, adoptado y seguido ya por costumbre o por no oponerse? ¿Aceptar las decisiones de otros no es acaso decidir, una suerte de tomar partido? ¿No implica determinación, resolución de algo aunque se haya delegado en otro el qué? Con la suma de eventos se hace carne, se opaca, se espesa, acostumbra y diluye la inspiración primera, pesa. Aunque se vislumbre tras lo angustioso un trasfondo de original rabia, ya la oposición misma genera culpa. Oponerse implica valentía. No más silenciarse. Audacia de cuerpo presente, se esté en lo cierto o no. Pero ¿si se desfasó el tiempo y ya el cuerpo no es parte del presente? ¿Qué queda? Ya no es posible cotejar: ni oponerse, ni avenirse. Tampoco revalidar, comprobar, ni confirmar nada.
Faltan piezas.
Sin embargo, resulta hipócrita aceptar que no se ve. Que lo vivido sin confrontar, por costumbre, debería proseguir igual, 'no innovar'. Implicaría aceptar la muerte, aunque en vida. La no posibilidad de crecimiento, un desprecio por el gesto del otro. Y sin embargo, su muerte no fue vana. Que resulte un salto a otra realidad, opuesta por siguiente, y puesto que no es posible revivir el pasado: honrarla. Ante la magnitud del acontecimiento pensarlo en su otra acepción: la de importancia, grandeza, majestuosidad, en la dignidad y nobleza del acto como punto de inflexión. ¿O es que resulta más simple convenir que afrontar con audacia la movilidad hoy, el cambio? Al oponerme acaso ¿doy por tierra todo lo vivido hasta aquí? ¿Huída tal vez? ¿Qué consuelo invoca ese castigo? Razonar así sería simplificar demasiado. Dar por tierra los valores más arraigados que hacen al idioelecto de la persona, como el respeto, la humildad, la decencia, la honestidad. Y no es lo que está en juego, sino la propia vida. Porque vivir es avenirse, implica mudanza, variación, alteración, cambio, originar constante, decisión a cada paso. Entonces, hacer autoexamen y permitir la ida de lo que ya no es. Dejar atrás para poder seguir llevando lo vivido como bandera, como experiencia para proyectar poniendo en perspectiva para seguir creando, y no como lastre que restrinja el andar. No por eso se ensombrece lo vivido. Que siga siendo motivo de orgullo, aunque sin vanidad. Sin olvidar, superponer. Y despejar alivianando el sentir. Sacar a relucir lo luminoso creando luz a su vez. Es la manera –considero- de elogiar, conmemorar y celebrar lo pasado, tanto en lo referente a personas como a hechos, honrando a quien ya no está –otro, tal vez uno mismo con un otro- dando paso al futuro, al yo futuro, que se hace de pie y en unidad con y sobre el pasado, aunque en el hoy, viviendo el presente.